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A finales del siglo XVIII aparece en
Alemania y en el Reino Unido una nueva manera de enfocar la vida un tanto
revolucionaria. Se rompe sin más con la tradición clasicista que ahogaba
inexorablemente la libertad creadora con reglas estereotipadas y absurdas. Se
trata evidentemente del Romanticismo. Este movimiento cultural y
político propició la aparición de tendencias muy distintas de un país a otro, e
incluso de una región a otra, dentro de una misma nación. Y en España, aunque
con cierto retraso, también se produjo esa afirmación cultural que subrayaba
intencionadamente las diferencias históricas, e incluso lingüísticas, de cada
una de sus regiones.
Este movimiento cultural, cómo no, prendió también con fuerza en Cataluña a partir del segundo tercio del siglo XIX, y recibe el nombre de Renaixença. La Renaixença se consolidó en torno a la burguesía culta que comenzó a interesarse por el pasado propio y a querer recuperar el catalán. Hasta entonces, la lengua catalana se utilizaba casi exclusivamente en manifestaciones de carácter popular, ya que la burguesía escribía siempre en castellano, aunque se tratara de temas catalanes. Al igual que en el romanticismo europeo, en la Renaixença se daba mucha importancia a los sentimientos patrios y a los temas históricos.
La Renaixença termina
por reestructurarse definitivamente como fuerza política en los estertores del
siglo XIX. Culmina así todo un proceso de afirmación catalana, iniciado en la
década de 1830, con la puesta en marcha de una confederación estrictamente
catalanista, la Unió Catalanista. Los intelectuales adscritos a esta
corriente eran profundamente tradicionalistas y
antiliberales, y abominaban del sufragio universal. Lo suyo era el sufragio corporativo.
En vista de que la
mayoría de este grupo era tremendamente reacia a participar en la vida
política, Enric Prat de la Riba decide crear, en 1901, su propio partido: la Liga
Regionalista. Este partido recogía fielmente las diversas demandas que
planteaba la burguesía industrial catalana. La labor incansable de Prat de la
Riba al frente de La Liga Regionalista cristalizó, por fin, en abril de 1914,
en la Mancomunidad de Cataluña, que integraba en un único instrumento de
autogobierno a las cuatro diputaciones provinciales catalanas.
Este tipo de mancomunidades,
además de no poseer recursos propios, carecían también de capacidad
legislativa. De ahí que Francesc Cambó, cuando ocupó la presidencia de la Liga
Regionalista en 1917, para dotar a la Mancomunidad de Cataluña de esa
capacidad, impulsó la redacción de un Proyecto de estatuto para Cataluña. Este
Proyecto de estatuto fue apoyado por el Partido Catalán Republicano y por
personajes tan diversos como Alejandro Lerroux y Francesc Macià.
Estamos pues ante el
conocido fenómeno de los regionalismos, nacidos de aquel Romanticismo del siglo
XIX que derivó en Cataluña en un nacionalismo fuerte y arraigado. En el
desarrollo de semejante proceso, dedicado principalmente a exaltar todo tipo de
sentimientos, influyó decisivamente el enriquecimiento rápido de Cataluña y,
como no, el Desastre de 1898. Pero de momento, ni rastros del
separatismo que acucia hoy a la sociedad catalana. Más aún, la burguesía
catalana se mostraba entonces tremendamente españolista, buscando así dar
salida a las mercancías producidas por sus industrias. Su desarrollo cultural y
la marcha boyante de su economía eran motivos más que suficientes para que, en
vez de aspirar a iniciar su propio viaje en solitario, buscaran
intencionadamente pilotar la marcha de España, sin perder, eso sí, su propia
identidad.
Tampoco hay atisbo
alguno de separatismo en los graves acontecimientos de la llamada Semana
Trágica. Entre el 26 de julio y el 2 de agosto de 1909 se produce en
Barcelona y en otras ciudades de Cataluña el levantamiento popular que dio
lugar a esa Semana Trágica. . No se echaron a la calle para exigir la
independencia, ni siquiera para reclamar más autogobierno catalán. Protestaban
simplemente contra la guerra rifeña y por la manera infame de reclutar
efectivos para defender, a toda costa, la presencia española en el norte de
África. Es la conclusión a la que se puede llegar después de examinar detalladamente
los sucesos revolucionarios de esa Semana.
El Desastre de 1898,
que supuso la pérdida de todas nuestras colonias de ultramar, fue un tremendo
mazazo moral que convulsionó a todo el pueblo español. Para resarcirse de tan
cruel varapalo, España trataba de aumentar su influencia en la zona norte de
África, logrando en la Conferencia Internacional de Algeciras de 1906 la
administración de la parte más septentrional de Marruecos, que incluye las
regiones del Rif y de Yebala. Todos estos territorios, administrados por
España, reciben el nombre de Marruecos español.
El 9 de julio de 1909,
los obreros españoles que trabajan en las minas del Rif y en la construcción de
un ferrocarril, que partía de la ciudad española de Melilla, fueron atacados
por sorpresa por los cabileños del protectorado administrado por España. Cuatro
obreros murieron en ese ataque. Para cortar por lo sano esa inesperada rebelión
rifeña, Antonio Maura decide enviar a Marruecos varias unidades militares,
entre las que se incluían a varios cupos de reservistas. La inclusión de
reservistas entre las tropas enviadas a marruecos, en un momento tan
conflictivo, desató toda esa revuelta revolucionaria.
También hubo
incidentes comprometidos en Madrid, en Zaragoza y en Tudela por los mismos
motivos, pero no de la envergadura que alcanzaron en Barcelona. En la Semana
Trágica de Barcelona, que va del 26 de julio al 2 de agosto, se dan cita
toda una serie de circunstancias, todas ellas lamentables, que desembocan en
esa terrible insurrección. Por un lado la enorme desilusión de la sociedad
española, al darse cuenta que se había perdido definitivamente nuestro papel
hegemónico en el mundo. No quedaba ya nada del famoso imperio español, ni de su
poderío económico e incluso ideológico.
Por otro lado, los
obreros españoles habían adquirido ya cierta conciencia sindical, de modo que,
en todas las zonas industriales y principalmente en Barcelona, eran ya
operativos los movimientos obreros. En Barcelona concretamente funcionaba
Solidaridad Obrera, integrada por socialistas, anarquistas y republicanos, que
trataban de hacer sombra a Solidaridad Catalana por su manifiesto acercamiento
al Partido Conservador de Maura.
Se daba, además, la
circunstancia de un enorme descontento y crispación social entre las clases más
humildes por la manera en que se producían los reclutamientos de tropas. Según
la legislación vigente de aquella época, los ricos podían eludir su
incorporación a filas pagando a otra persona para que le sustituyera, o
simplemente abonando un canon de 6.000 reales, cantidad que no estaba al
alcance del pueblo llano. De este modo eludían, en esta ocasión, la
movilización para participar en el conflicto originado en Marruecos.
A partir de la
publicación del decreto de movilización, comenzaron las protestas contra la
guerra. En un principio, esta revuelta militarista era pacífica y trataba
sencillamente de impedir el embarque de los soldados reservistas. Los
reservistas, que ya habían cumplido anteriormente el servicio militar, eran
ahora trabajadores, y muchos de ellos padres de familia. Pero al no poder pagar
los 6.000 reales, se les obligaba a incorporarse a filas para ir a Marruecos a
luchar contra los moros, dejando abandonada a su familia.
Esta circunstancia fue
aprovechada por los agitadores y activistas profesionales, entre los que
encontramos a los anarquistas y a los socialistas, para preparar un monumental
alboroto. Este alboroto tumultuoso se transformó, de manera muy rápida, en una
huelga general extremadamente violenta. Se inició ésta en los barrios
periféricos de Barcelona, que es donde se encontraba el grueso de las fábricas.
La tensión estalló definitivamente el 18 de julio, al grito de “¡Abajo la
guerra! ¡Que vayan los ricos!” cuando se procedía al embarque de las tropas en
el vapor Cataluña.
El afán revolucionario
de los socialistas y los anarquistas los llevó a forzar al límite la situación,
logrando transformar la huelga general en unos disturbios extremadamente
violentos contra las instituciones religiosas. El balance final de esta
revuelta revolucionaria fue terrible. Solamente en Barcelona hubo 78 muertos,
más de medio millar de heridos. Se quemaron 33 escuelas religiosas, 52
conventos, varias iglesias parroquiales, bibliotecas y cantidad de obras de
arte. También se profanaron algunos cementerios de religiosas, sacando a
algunos de sus cadáveres momificados a la calle.
Barcelona se llenó de
barricadas. Actuaban al unísono anarquistas, socialistas, republicanos y
también masones. Todos ellos compartían el odio visceral a la Iglesia,
propugnaban los cementerios civiles, la enseñanza laica y los matrimonios
civiles. Y su propaganda anticlerical, malévolamente difundida, prendió con
fuerza en los barrios obreros de Barcelona. La insurrección se extendió
rápidamente a otras localidades catalanas, donde se produjeron todo tipo de
disturbios. Quisieron exportar esta revolución a toda España, pero fracasaron
rotundamente en el intento.
La situación llegó a
ser muy complicada en Cataluña, pero a ninguno de estos grupos se le ocurrió
identificarse con Cataluña. El enemigo al que se enfrentaban era la Iglesia y
sus instituciones, pero nunca España. El nacionalismo catalán, nacido del
romanticismo del siglo XIX, buscaba exclusivamente beneficios particulares. A
nadie se le ocurría entonces hablar de independencia. Para que esto suceda,
tiene que pasar aún mucho más tiempo.
Gijón 2 de noviembre
de 2012
José Luis Valladares Fernández
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